por Jesús Alonso
La chica que no quería desnudarse, era madre
de mis dolores. Cabello largo y oro como mar de redes, me ahogaba. Dominio y
espeso fuego arrojaban sus ojos. La chica que no quería desnudarse.... Ah! Rojo
terracota de la rubia madonna.
La chica que no quería desnudarse, mataba a las flores. Su vida era filo de
navaja, ladera de barranco. Para mí, un arma cargada en manos de la
irresponsabilidad...
Y yo lloré a mí mismo largo rato ¿Cuánto
tiempo pasó? Quizás hasta que las nubes se marcharon y terminé la última copa.
Vi como el bus se alejaba. Se fue, mas una sombra permanecía sobre mi
pensamiento.
Descendí por los callejones hasta la vieja
ciudad. Vi santos y a sus penas deambular. Sombras permanecían tras de sí.
Paralizado, helado, observé en ellos una expresión; quizás no existen
respuestas cuando una tristeza te ahoga. Profunda como el universo y lejana
como el remoto tiempo. En las calles, ninguna virtud sobre los divinos
desposados me hizo cambiar de idea. Esas masas eran las que dirigían tales
enfermedades contagiosas. Aparente tiempo de verano que envenena la razón. Un
dilema encarcelado, un juicio archivado allá en memoriales tiempos pasados.
Un rostro en la esquina como esfinge. Rojo
terracota era su vestir. Con sus andares... hacia mí caminaba. Monstruo
fabuloso con un desorden por cabeza cuando se acercaba, lo que me ofrecían mis
retinas.
Quise que caminara junto a mí. Hasta mi casa.
Junto a mis lágrimas de color de sal. Accedió con tan sólo un gesto en su
mirada.
Le dije...
“Tengo miedo a la soledad. Te invito a
llevar un pedacito de mi corazón cada noche hasta la mañana. Pero tengo miedo.
Te he visto antes. Lo he vivido antes. He acariciado muchas manos. Anduve tras
la noche buscando la desaparición antes de la entrada de la mañana, para no
sentir el deseo de tus caricias. Pero no oyes mis lamentos hasta que estoy a tu
lado, hasta que sangro los restos de un antiguo amor, permitiendo que se
ingrese entre rayos de sol y tome aire refinado, aferrado a la creencia de que
alguna vez tuvo su gran día”.
Andaba a tres pasos de distancia sobre mí,
tomando las riendas de nuestra caminata. Repasando sus labios con carmín.
Se detuvo un instante, que para mí
representaba una eternidad de nada algo incómoda.
“Los amores, todos son ciegos. No ven más
allá de su egoísmo” me replicó con sonrisa y sarcasmo.
En el zaguán, divina como deseo o como codicia
sobre algo. Picante, dulce y áspera a los sentidos y al olfato, se alejaba de
mí. ¿Cuánto tiempo he de esperar para eliminar su perfume de entre mis
piernas?, ¿Para eliminar esta enfermedad contagiosa?.
Ah! Rojo terracota de la rubia madonna, con su dulce dominio del
sentimiento. Temblé ante su contagio mientras se despedía sin cerrar la puerta.
Caliente y fría se alejaba como una maldita esperanza escaleras abajo. Mis ojos
marcaron un horizonte en cada peldaño de piedra que acuchilló con su tacón de
aguja infectado con un pedacito de mi corazón. Desapareció al alba de la
mañana. Puse mis ojos en la distancia. Al menos, por esa noche, se llevó
consigo un pedacito de mi corazón.
Más tarde supe que lo arrojó a un vertedero
cercano. Apareció meses después en una subasta pública, marcado por las
lesiones de un número de teléfono que no conseguí. Teñido por el rojo terracota
de la rubia madonna.
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