jueves, 11 de febrero de 2016

ROJO TERRACOTA DE LA RUBIA MADONNA

por Jesús Alonso




La chica que no quería desnudarse, era madre de mis dolores. Cabello largo y oro como mar de redes, me ahogaba. Dominio y espeso fuego arrojaban sus ojos. La chica que no quería desnudarse.... Ah! Rojo terracota de la rubia madonna. La chica que no quería desnudarse, mataba a las flores. Su vida era filo de navaja, ladera de barranco. Para mí, un arma cargada en manos de la irresponsabilidad...

Y yo lloré a mí mismo largo rato ¿Cuánto tiempo pasó? Quizás hasta que las nubes se marcharon y terminé la última copa. Vi como el bus se alejaba. Se fue, mas una sombra permanecía sobre mi pensamiento.

Descendí por los callejones hasta la vieja ciudad. Vi santos y a sus penas deambular. Sombras permanecían tras de sí. Paralizado, helado, observé en ellos una expresión; quizás no existen respuestas cuando una tristeza te ahoga. Profunda como el universo y lejana como el remoto tiempo. En las calles, ninguna virtud sobre los divinos desposados me hizo cambiar de idea. Esas masas eran las que dirigían tales enfermedades contagiosas. Aparente tiempo de verano que envenena la razón. Un dilema encarcelado, un juicio archivado allá en memoriales tiempos pasados.

Un rostro en la esquina como esfinge. Rojo terracota era su vestir. Con sus andares... hacia mí caminaba. Monstruo fabuloso con un desorden por cabeza cuando se acercaba, lo que me ofrecían mis retinas.
Quise que caminara junto a mí. Hasta mi casa. Junto a mis lágrimas de color de sal. Accedió con tan sólo un gesto en su mirada.
Le dije...

“Tengo miedo a la soledad. Te invito a llevar un pedacito de mi corazón cada noche hasta la mañana. Pero tengo miedo. Te he visto antes. Lo he vivido antes. He acariciado muchas manos. Anduve tras la noche buscando la desaparición antes de la entrada de la mañana, para no sentir el deseo de tus caricias. Pero no oyes mis lamentos hasta que estoy a tu lado, hasta que sangro los restos de un antiguo amor, permitiendo que se ingrese entre rayos de sol y tome aire refinado, aferrado a la creencia de que alguna vez tuvo su gran día”.

Andaba a tres pasos de distancia sobre mí, tomando las riendas de nuestra caminata. Repasando sus labios con carmín.
Se detuvo un instante, que para mí representaba una eternidad de nada algo incómoda.

“Los amores, todos son ciegos. No ven más allá de su egoísmo” me replicó con sonrisa y sarcasmo.

En el zaguán, divina como deseo o como codicia sobre algo. Picante, dulce y áspera a los sentidos y al olfato, se alejaba de mí. ¿Cuánto tiempo he de esperar para eliminar su perfume de entre mis piernas?, ¿Para eliminar esta enfermedad contagiosa?.

Ah! Rojo terracota de la rubia madonna, con su dulce dominio del sentimiento. Temblé ante su contagio mientras se despedía sin cerrar la puerta. Caliente y fría se alejaba como una maldita esperanza escaleras abajo. Mis ojos marcaron un horizonte en cada peldaño de piedra que acuchilló con su tacón de aguja infectado con un pedacito de mi corazón. Desapareció al alba de la mañana. Puse mis ojos en la distancia. Al menos, por esa noche, se llevó consigo un pedacito de mi corazón.
Más tarde supe que lo arrojó a un vertedero cercano. Apareció meses después en una subasta pública, marcado por las lesiones de un número de teléfono que no conseguí. Teñido por el rojo terracota de la rubia madonna.



Ilustración : Sibyá Cipsela

         


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