Por Hugo Ortega
Por Hugo Ortega
Por Hugo Ortega
“Lo seguía un joven envuelto solamente
con una sábana y lo sujetaron; pero él
dejando la sabana, se escapó desnudo…”
(Marcos 14: 51 – 52)
Mi madre fue la gran ramera de los carpinteros en Nazaret de Galilea y de las legiones
romanas plantadas en Israel. Entregó su cuerpo a muchos hombres, pero en
particular a un asesino. A mi verdadero padre. Ese besuqueo grotesco que antecedió
al acto carnal fue la mayor deslealtad en mi vida. Ahí comienza mi suplicio. José
el carpintero, me adoptó tiempo después. Con todo y su absurda decrepitud ¡Pobre!
Su dulce venganza fue la de liberarme de los brazos maternos y aislarme entre
miserables sabios esenios de barbas largas y andrajosas vestimentas. ¿Dónde se
encuentran esos viejos ahora que más los necesito? ¿Dónde se encuentran todos
mis seguidores; los que me alababan como su redentor? Crecí con ese menosprecio
y alabanzas divinas envueltas en pergaminos revolucionarios, que anunciaban la
venida del hijo de Dios. Al nuevo Mesías de Israel. Siempre me pregunté y aún ahora
en la condición en que me encuentro lo hago: ¿Quién será el salvador de la despreciable
humanidad?.
Mi procreador, el soldado romano, se fue a desperdigar su simiente entre las piernas de indefensas nazarenas. Ilusionando de vanaglorias a la triste incauta. A la que este día me llora. Jamás supimos de él. Miriam vivió infeliz, llorando, maldiciendo a Dios. Me transmitía por sus glándulas mamarias el desprecio hacia el mundo. Y hoy me dicen mis captores, que el beso que me brindó Judas Iscariote aquella noche significa la mayor traición. ¡No lo creo! Pude sentir su boca seca, temblaba como daga en mis labios desérticos y su doloroso sacrificio rasgando lento mi alma por las últimas palabras que me susurro al oído. ¿A que ha venido el hijo de Dios al mundo? ¿Has necesitado de mí para eternizar tu vanidad? O ya supiste del aberrante desprecio que Dios te tiene. Solo tú y yo sabemos la verdad Jesús de Nazaret. Con ese testimonio me di cuenta de todo.
Solo callé, no supe que decir. Agaché la cabeza y pude mirar mis pies descalzos cobijados por la tierra senil de la montaña. ¡Padre, por qué me has abandonado! Necesitaba del legionario que me dio la vida. Me llevaron preso y nada de lo que pensé que pasaría al entregarme a Roma resulto ser. Los niños corrían y jugaban a lapidar lagartijas, uno que otro me miró, mientras sus mayores señalaban con el dedo al delincuente que cargaba la cruz. Los mismos que dieron muerte a Magdalena envolviendo sus pecados en los labios de las piedras. Los mismos que me juzgaron. Aquellos que se decían mis discípulos me negaron más de tres veces antes de cantar el gallo. Todos salvaron sus pellejos, inclusive Juan hijo de Zebedeo. Hasta la última cena. Mi discípulo el más amado, pudo sentir lo que siempre negué al hombre del beso “traidor”. Estar envuelto entre las sabanas, embriagado de mi sangre y de mi cuerpo. Yo respondía las últimas palabras de Judas. El líquido púrpura que se derramaba a raudales por causa de las espinas y los látigos sobre mi espalda, fueron los testigos.
Mi procreador, el soldado romano, se fue a desperdigar su simiente entre las piernas de indefensas nazarenas. Ilusionando de vanaglorias a la triste incauta. A la que este día me llora. Jamás supimos de él. Miriam vivió infeliz, llorando, maldiciendo a Dios. Me transmitía por sus glándulas mamarias el desprecio hacia el mundo. Y hoy me dicen mis captores, que el beso que me brindó Judas Iscariote aquella noche significa la mayor traición. ¡No lo creo! Pude sentir su boca seca, temblaba como daga en mis labios desérticos y su doloroso sacrificio rasgando lento mi alma por las últimas palabras que me susurro al oído. ¿A que ha venido el hijo de Dios al mundo? ¿Has necesitado de mí para eternizar tu vanidad? O ya supiste del aberrante desprecio que Dios te tiene. Solo tú y yo sabemos la verdad Jesús de Nazaret. Con ese testimonio me di cuenta de todo.
Solo callé, no supe que decir. Agaché la cabeza y pude mirar mis pies descalzos cobijados por la tierra senil de la montaña. ¡Padre, por qué me has abandonado! Necesitaba del legionario que me dio la vida. Me llevaron preso y nada de lo que pensé que pasaría al entregarme a Roma resulto ser. Los niños corrían y jugaban a lapidar lagartijas, uno que otro me miró, mientras sus mayores señalaban con el dedo al delincuente que cargaba la cruz. Los mismos que dieron muerte a Magdalena envolviendo sus pecados en los labios de las piedras. Los mismos que me juzgaron. Aquellos que se decían mis discípulos me negaron más de tres veces antes de cantar el gallo. Todos salvaron sus pellejos, inclusive Juan hijo de Zebedeo. Hasta la última cena. Mi discípulo el más amado, pudo sentir lo que siempre negué al hombre del beso “traidor”. Estar envuelto entre las sabanas, embriagado de mi sangre y de mi cuerpo. Yo respondía las últimas palabras de Judas. El líquido púrpura que se derramaba a raudales por causa de las espinas y los látigos sobre mi espalda, fueron los testigos.
El hijo de Dios vendrá al mundo para exterminar a
la humanidad con la simple confusión de sus destinos.
Los besos de los humanos serán la dulce
venganza divina. Entre hombres y mujeres se
harán pedazos con caricias y promesas. Nunca
conocerán esa verdad que en este instante
ocultan los que me han crucificado ¿Por qué me
confundieron con su Mesías? Cuando solamente
quería enseñar a clamar para derrumbar imperios
y demonios. Vivir libres. ¡Me duelen mucho los
brazos! El tormento camina despacio y mi corazón
comienza a abrir las puertas al olvido de mí
mismo. Puedo visualizar el mundo desde aquí,
pero no veo a Dios por ningún lado, tampoco a los
ángeles que resguardan las puertas del paraíso.
Percibo tan solo un par de ladrones que me maldicen
y a esos seres humanos que clavaron como
pretexto a este hombre que creyó ser el hijo del
todo poderoso. La puedo sentir de cerca. La
consumación se aproxima. El hijo del omnipotente
jamás hubiese sentido dolor alguno y yo no soporto
las miles de heridas. Pero me he dado cuenta
de una cosa que me negaba a aceptar, de lo que
soy en realidad; un hombre que no puede contener
el llanto ni el arrepentimiento. La hipócrita
compasión me ha consumido, es mejor vivir sin
ella. ¿Quién querrá ser ese mesías? Yo no lo soy,
no lo soy. No puedo ser más que el hijo de una
prostituta y un mercenario. Si los besos significan
traición ahora, entonces el mundo estará lleno de
amantes falsos. Judas besó mis labios, si, en ese
roce arrancó de mí, todo el deseo que le negué.
Arrebató de mis labios ese amor que le brindé a
los insignificantes hombres, así como las piedras
besaron el cuerpo de Magdalena y tomaron su
vida, así me besa la humanidad este día ¿Qué
pasara después de hoy...? ¿Todo está cumplido?
“Consummatum est” (Juan, 19: 30.)
Hugo Ortega es Escritor de poesía y cuentos cortos. Ha participado en tres antologías "Lascivo" "Sobrevivientes" "Narrativas arrabaleras"
Ha publicado en la gaceta de la universidad obrera. Pertenece al colectivo "Laberinto de palabras" donde a la fecha imparte un taller de
creación literaria en la casa de cultura "Casa refugio Hankili África". Se gana la vida en el comercio informal en el barrio bravo de tepito.
Encuéntrelo en Fb como: Hugo Ortega Vazquez.
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